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Apnea


Robo un sorbo del vino de tu copa y no logro adivinar siquiera el secreto de tu prosa. Y es que escapan de tu boca burbujas como eternas imágenes paganas que luchan unas contra otras para decidir cual es más bella que la otra sin dejar traslucir nada de su propia esencia.
Sin embargo yo nací al borde de la imaginación, intuyendo en la bruma matutina una delgada hebra dorada separando el cielo del mar. Es que en las costas de mi mente el océano es tan verde como azul el cielo y así debo despertar cada mañana antes que nadie amanezca, para dibujar con mi lápiz de luz la línea que separe a ambos. Exijo claridad. Arriba el cielo, abajo el mar sin excepciones, cada día, por supuesto.
De esta forma es como reconozco mi paisaje.
Sin embargo llenas tus bocas de palabras que ya no escucho, de sentimientos que no me tocan y no parece importarte. Tu ombligo te mira, te clava la vista y te veo sumergirte en él absorbido por una triste complacencia. Críptica poesía de quien navega una barca solitaria. Y en ese húmedo atado de maderas astilladas decido sumergirme una vez mas en la búsqueda del punto límite que nos iguale.

Es un intento incoherente inmerso en la bruma impenetrable. Sin embargo soy víctima de un placer indescriptible y ciego que me lleva a adentrarme donde se  inspira tanto temor como embeleso.

Sé que profundo yace en mi mente otro lugar marcado por viejas cicatrices. Deseo verlas ahora, palpar sus bordes carnosos y de relieves suturados varios eones atrás. 
Dejo de respirar mi vida por un momento. El método quizás no es relevante. La meta sí, pues consiste en violar los códigos del miedo, los frenos ancestrales que hacen de mi inconsciente un sistema de aviso que me aleja de cualquier supuesta flagelación. De la muerte. De tu palabra ciega. Del poder ser excluido.
Vacío mis pulmones y me sumerjo plácidamente, el cuerpo plenamente recto, las manos sobre mi cabeza en ángulo vertical.
La duda ataca mi cuerpo y atrae el rechazo. Libero la adrenalina ancestral y mi corazón comienza a latir en ritmos acelerados que consumen el fluido tan preciado que debe regular mi momento de vida.
Fracaso tal vez y regreso a la superficie. La figura paterna que ofrece su preocupada cara hacia mí, deja escapar un brillo de decepción por entre sus ojos. Ven que la cicatriz esta abierta, que no he logrado cerrarla, que las alarmas aún me aturden.

Debo suprimir cualquier temor. Dejar de lado las alertas. Concentrarme en la meta establecida allí profunda en aquel caldo que debe ser mi naturaleza, mi cuna y mi tumba. Dentro, muy profundo en aquella madre que nutre mi mundo exterior e interior. Abandonado de mí mismo.

Diluida que es la luz, la opresión deja de ser dolorosa. Son destellos, tal vez siluetas danzantes, lo primero que aparece frente a mí. Elaboradas en tintas primigenias, plenas de brillos con contraste, la danza ritual que no sigue ningún ritmo, me absorbe lentamente. Trato de seguirlas, de comprenderlas, pero las barreras mecánicas que protegen mis sentidos no pueden impedir que aquello me aturda. Un latido acelerado activa una alarma indeseable. Saco nuevamente mis armas a relucir y lucho calmadamente contra aquél oscuro enemigo.

Al final de la línea guía se encuentra el destino último de mi esfuerzo. De allí al retorno, no hay dudas permitidas. Las siluetas me acompañan en la creciente presión que me envuelve. Giran a mi alrededor, me besan y acunan en sus regazos. Un narcótico sabor a realidad perdida he ilusoria ausencia de peso me aísla momentáneamente en un ámbito de total beatitud. Un útero materno vuelve a cobijarme. Alimentado por esa cuerda que me ata al exterior, divago por caminos de mi mente desbordantes en jugos nutrientes para mi olvidado ser. Trato de dibujarme nuevamente para ti y una hebra dorada se diluye en el agua y otra se evapora en el aire, en un intento más de dejar de respirar tu propio aliento, de entender lo inentendible.
 
O.Pin

Buenos Aires Julio 2004
© Copyright 2010
Once Cuentos sin Rumbo
ISBN 987-43-8446-9

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