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El secreto de la lluvia


Nadie pudo explicarme jamás si fue culpa de la difteria, de la maldita poliomielitis o una mal tratada tuberculosis laríngea. La cuestión es que en un impreciso momento del pasado Saturnino Benigno Carrizo  decidió cambiarse el nombre para darse a conocer únicamente por el apodo de "El Tuna", acción que, dicho sea de paso, resultó totalmente inútil, ya que de todos modos lo recordábamos como el tipo con el gran agujero en la garganta.
Por entonces mi mente infantil solía fantasear que dicho orificio era el resultado del impacto de  un proyectil disparado por el trabuco de algún  gaucho maula o por un arcabuz de pirata oculto en una pata de palo. Tal vez por eso prefería no preguntar y aferrarme a la aventura que libremente le dibujaba a esa cara.
La primera vez que lo vi se encontraba parado en medio del patio de los helechos, en plena lluvia torrencial, con los brazos abiertos y sin ser tocado por gota alguna. Uno se daba cuenta a simple vista pues se notaba su camisa blanca de lino totalmente seca y el peinado a la gomina impecable y sin chorrear.
Abuela Paula nunca me dejaba acercar a esos macetones gigantes que en cantidad de veinte albergaban los helechos más grandes que había visto en mi vida. Ella sabía que yo no podía resistirme a tomar cada tallo entre mis dedos y en un solo movimiento deslizarlos mientras las hojas se desprendían con un ruido similar al de un cierre relámpago cubriendo el suelo con un adelantado y verde otoño. Por eso me vigilaba desde la ventana de la cocina con una varita de paraíso a mano, como para que aprendiera. Esa pequeña y flexible vara  era el mejor correctivo inventado en los anales de la pedagogía. Ella lo sabía y también me lo hacía saber.
Pero para mi mal, ahí estaba el Tuna con sus brazos en cruz desde mucho antes de que la lluvia se desencadenara llamándome en silencio hacia el territorio prohibido de la abuela. Dicen que apenas sentía el petricor por el agujero en su garganta, salía corriendo hacia la puerta para hacer cruces de sal en la entrada y volvía para pararse ahí, en el medio, con su blanca pelambre iluminada.
Pronto aprendí a adentrarme a escondidas en ese circulo de sequía que lo rodeaba y con la mirada interrogarlo sobre tamaña magia sin sentido. El sólo sonreía desde su árido espacio . Pero aunque le hubiera hecho la pregunta pronunciando con exageración todas las vocales y consonantes, era seguro que la respuesta se disiparía en ronquidos y ahogos que ni siquiera el laringófono podría lograr hacerme inteligible por encima del ruido de la lluvia que lo rodeaba.
Vivía con dos hermanas. Ninguna de ellas había demostrado contar con similares habilidades mágicas, con la honrosa excepción de haberse mantenido célibes hasta la tumba. Isolina la más férrea y contestataria y Yolanda la más sumisa y contemporizadora. La primera gorda y la segunda sorda. Una jubilada de la fábrica de fósforos Ranchera y la otra de Medias París. Pero del Tuna no existían antecedentes declarados, salvo que el hermano poseía el don de desmaquillar mujeres con la mirada y observar así a sus dueñas a cara lavada sin siquiera tocarlas, o que el primo Gervasio era el responsable de darle a las nubes formas de animales. Un poder muy popular e inútil que se venía traspasando de padres a hijos desde épocas inmemoriales, sin que nadie en el planeta supiera que no era la casualidad ni la imaginación la que ponía esas figuras flotando frente a sus miradas.
Al Tuna lo supuse ferroviario como mi abuelo, operario textil, carpintero, colectivero, bombero o mago. Y, claro, ésta última era la opción que más puntos había ganado.
Muy a mi pesar, de entrada el pobre hombre me resultó aterrador. Cuando hablaba me recorría un escalofrío por la espina, cuando se alimentaba mis ojos buscaban algún escape indecoroso de comida y cuando tosía, ese trapo que usaba como tapón me resultaba en extremo repulsivo per se. Claro que el Tuna era un pan de Dios y  mis remilgos sumamente exagerados y faltos de empatía.
Como resultado, por años su estampa me recordó la lluvia. Podía encontrarme a miles de kilómetros de casa que a las primeras gotas buscaba con la mirada la figura blanca con los brazos abiertos del Tuna y su circulo de exclusión a lo mojado.
La última vez que lo vi fue en aquella, su Nochebuena final, cuando se me acercó por detrás tocándome el hombro en un llamado para que lo siguiera. Atravesamos el patio de los helechos, el pasillo del descubrimiento de las tetas, el zaguán de los trasnochados, hasta la calle que nos estaba esperando vestida de noche en vísperas del gran acontecimiento. Caminamos juntos pero respetuosamente distantes hacia la esquina de aquella calle Quinquela que atesoraba el viejo buzón rojo y negro que había servido de apoyo a más de un  malevo, y cruzando en diagonal terminamos en el almacén que se había convertido sólo por aquella noche en un dispensario de explosiones y chispas de diferentes colores envueltas para regalo para aquél que las pudiera pagar. El Tuna me hizo una seña con la cabeza que decía : "dale pibe, elegí lo que quieras" y cañitas, triángulos, rompeportones y otros productos de los que ahora no recuerdo el nombre, pasaron a formar parte de mi regalo de Navidad.
Una vez pagado y empaquetado, el hombre del agujero en la garganta se inclinó y me dijo varias palabras gorgoteantes en un solo ronquido, que por la seriedad de su semblante seguramente eran de gran relevancia. Tan importantes como el secreto para convocar la lluvia y que no te toque. Le dije que sí. El se puso contento por que lo había comprendido y me palmeó el hombro como quién felicita a un cachorro que aprendió el truco más difícil.
Han transcurrido tantos años que la memoria se vuelve engañosa pero aún sigo intrigado por aquellas palabras no oídas, pensando que tal vez todo habría sido diferente de no haberle mentido. Que de haber prestado un poco más de atención hoy posiblemente  podría estar desmaquillando mujeres con la mirada, dibujando figuras en las nubes o que tal vez , solo tal vez, la lluvia me estaría evitando permanentemente.


OPin
Agosto 2018

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