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Manifiesto comunista


Alberto murió rumbo al aeropuerto. Creo que en el kilómetro 12 de la autopista Ricchieri se desvaneció en la bruma de la mañana. Estaba sentado junto a mí en el coche de papá, pero de un momento para otro había desaparecido. Apenas una fluorescencia verde marcaba el lugar donde había estado sentado. Era yo el único que notaba esa ausencia. Mi viejo seguía hablándole como si nada hubiera pasando. Mi vieja asentía a cada palabra con un movimiento de cabeza, pero se veía que su mente estaba viajando hacia Europa en un vuelo adelantado. Mi cuñada sentada junto a mí en el asiento trasero del Renault 12, parecía ajena a todo. Ambos dejaban atrás sus carreras y sus libros. "El Estado y la revolución" de Vladimir Lenin, "El Capital" de Karl Marx y cientos de tomos sobre psicología y filosofía que habían acumulado en alguno de sus fallidos intentos universitarios. Mi viejo seguramente los cuidaría a pesar de ser sentencias de muerte bajo el gobierno militar que oscurece el cielo de mi terruño. Es que los libros no se tiran. Un mandamiento que ha permanecido marcado a fuego en mi mente aún cuando quisiera quemarlos. 
Caminamos el trecho que separaba el estacionamiento del Check-in arrastrando dos maletas flacas. La música, la literatura comunista y la vida pasada quedarían atrás custodiados por los padres. Los sueños capitalistas estaban por delante.
Qué rápido se puede embarcar en un viaje que cambia nuestra percepción del mundo hasta erradicar nuestros supuestos ideales. Apenas unas horas y algunos miles de litros de combustible separan una vida de la otra. Y cuando la voz del aeropuerto anunció el embarque, vi a mi viejo desmoronarse en un  abrazo a esa sombra distorsionada que se marchaba, roto el corazón en mil pedazos, noté que sus sueños ya no le importaban a nadie.
Volteé hacia el mostrador para darles más privacídad en medio de cientos de personas que no entendían lo sagrado del momento  y me resigné a ser hijo único para siempre.

OPin 
Agosto 2018

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